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EL FLUJO.

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Algunas veces mientras la esperaba yo estaba con esos pormenores y otros pensamientos sobre que tipo de protocolo iba a seguir hoy cuando ella llegase. Contemplándome en un espejo de la pared me dedicaba hacer poses, mientras suponía que ella ya se estaría acercando por el pasillo hasta esta habitación en nuestra enésima cita. Cuando entraba no le miraba a los ojos, casi nunca le miraba a los ojos. Usualmente siempre traía faldas cortas, le miraba a las piernas que eran m uy largas, y como en esa ceremonia que había pensado desde el día anterior me arrodillaba delante de ella y la abrazaba por las caderas mirando hacía arriba su cara de esfinge. La mordía ansiosamente por encima de su ropa. En esos instantes el mundo dejaba de existir. Cuando metía mi cabeza debajo de su falda y me llegaba el efluvio de sus gotitas alucinantes a lo Clive Christian’s , no sé si eran de Clive pero pudieran serlo. Le buscaba el coño y se lo comía a bocados con todo tipo de cadencias y ritmos. C

LA VERDAD, NO SÉ CÓMO TITULARLO -LO SIENTO-

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De todo lo que se queda desnudo toda la vida hasta la muerte, miro como la sombra cubre la luz de enero, lentamente, sobre tu cara. Luego repaso más historias de que estoy hecho, mientras me quedo viendo cómo sube la marea. -Aquel recuerdo que retorna al despertarlo el olor a hierba seca-. Cómo decías: te quiero de aquella forma, sin dudas. Tus labios redondos pintados de rojo en forma de corazón. Desnudos. Cálidos. Blandos. -Y por unos segundos la total inexistencia.-

INVERNADEROS.

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Allí, oliendo a insecticida, ya estaba Áymara de Arequipa, con su lomo en forma de serpiente. Oliendo a fresas, a tomates cherrys, a pimientos del piquillo. No quiero que me castiguen las aguas de Terranova. Me horroriza el mar. Allí está el mar furibundo e infinito, y mis parientes del Yucatán y de Guinea, donde Juan Caboto vió nubes de peces en la oscuridad. Debajo de catedrales de plástico. Me quedo en el Maresme, tan apacible al atardecer… cuando puede conmigo el cansancio sobre la ruina de mis huesos.

HERMES.

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Estuvimos mucho tiempo cenando -ella de lado-, casi treinta años pasándonos cosas, el pan y todas las dificultades, los dolores de los brazos, cuando a veces la lluvia llegaba oliendo a pólvora. Nos divertíamos pensando en nuestros secretos, mintiéndonos con los ojos. Yo a veces soñaba que era el dios Hermes, cargado de mensajes que quitasen la monotonía de las brumas. De vez en cuando la luna ensangrentada después del equinoccio de primavera. Aquella luz rosada atravesando el tendal lleno de ropa. Ahora, tarde ya, me doy cuenta que era una gran fortuna tenerte allí, para sentir tu brazo que me ayudaba a levantarme.

FUNCIÓN, b= f(a).

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Le dije, Yo soy función de Ti -Yo (Ti)-. Dependo de Ti, de todos tus estados de ánimo. Cómo decírtelo de una forma sencilla. Al levantarnos tu cara de esa forma absoluta en que tu mirada va hasta ese mundo perdido de no sé que lugar, a veces tanta tristeza. Ese ciclo extraño casi cuantificable, tus ojos brillantes que exclaman la huida hacía el sol repletos de alegría, la curva simbólica sobre un eje imaginario que desciende en ciclos milimetrados y exactos. Cómo he de explicarte que mi sonrisa se apaga con la tuya, hasta ese límite en el que cierro las ventanas para que no te de por mirar con tus ojos y mis ojos al tremendo vacío.

COSAS MUCHAS Y CON TANTA PACIENCIA AL ATARDECER.

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Cuando era niño leía libros de aventuras. Tuve una infancia relativamente feliz. Aparte de algún penerasta tocándome debajo de la barbilla, y un barbero que me sobaba los genitales dándome caramelos de palo sabor a fresa mientras agitaba con el meñique mi minúsculo pene debajo de los pantalones cortos. No tuve mayores incidencias en mi desarrollo psíquico. Eso sí. Vi innumerables veces a mi madre de rodillas, sumisa, delante de mi padre. Los recuerdos no me torturaron por esos actos familiares. El daño fue nimio. Estuve varios años pensando que mi madre oraba hablándole a las caderas de mi padre, siempre se santiguaba cuando suavemente empezaba a chupársela. A veces hacía un calor insoportable, y había unos atardeceres gloriosos. Tanto como el universo podía enseñarme. Tan inmenso todo que daba miedo.

TURING.

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                                                            TURING.

COLOSUS

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POSOS.

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En este instante mismo me huele a primavera, y aunque la tierra ya está reseca, surgen flores desconocidas para mi entre la trágica rotura que forma una dura piedra blanca. Por eso. Imploro cierta ilusión. Suponer que entre cada estío haya un periodo  exuberante. Que el duelo de la tierra deje paso a rastros de espesos  colores, y la vida  albergue sublimes  instantes antes de desaparecer llena de dolor. Deseo imaginarte. Como lo vivo y viva. Aunque estés clínicamente muerto, sobre el vapor que suelta tu boca, en  ese espejo que trata de adivinar los restos de tu vida, se podría dibujar un corazón con la caricia de un dedo.

PUERTA XOR.

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Le había dicho cuando se acercó a mirarme hasta la mesa del comedor, oyes, desde hace tiempo tu cabeza es una xor. Se lo decía en broma, eran letanías de mi trabajo que ella no entendía. No había que ser un especialista en cosas del alma para darse cuenta de que era una paciente rumiadora en todos los actos que le sucedían, tan llena de personajes en su cabeza, como si fuera una obra de saltimbanquis que un ser extraño dirigiese con finas cuerdas invisibles. De todos sus personajes había uno cierto que siempre comentaba como tal en una única salida a la realidad, de ahí mi denominación de puerta xor. Creo que fue sobre el veinte de mayo cuando subía con sus pesadas bolsas del supermercado, era una acarreadora con los ojos pensantes profundos y perdidos. Fue sobre esas fechas que comenzó a meter la llave en las puertas de los vecinos, en orden inverso, hasta el primero, en que la puerta se abrió mostrándole su espacio tan lleno de vacío como una única salida.

TELETIPO.

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Me había realizado un banburismus como si me hubiera hecho un rápido corte de mangas. Ella en su esquina de la mesa en el acto repetido de la cena , deambulaba con su índice con las pequeñas migas de pan sobre el mármol. Era extraño que en los atardeceres de los domingos yo no comprendiese su mirada perdida, ni tampoco los vertiginosos vuelcos de las golondrinas que veíamos pasar una y otra vez como relámpagos a través de la ventana abierta. Un banburismus, pensaba, una rara señal con una pausada secuencia de vacíos entre las migas ordenadas. Sí. Cómo advertir su gran soledad, sus movimientos pausados para colocar aquellos diminutos trocitos de pan en seis precisas hileras, sin espacios, que trasmitían a larga distancia un SOS con la palabra olvido.

LORENZ.

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