LECHONES.



Selmo de Berducedo, que andaba a la piedra de pizarra con la carroceta de Falin del Reblero, para llevarla al tendejón de la Suca y hacer aquellos rectángulos cuasi perfectos para que la lluvia se fuera hacía abajo en torrentera como si la llevara el diablo.
Selmo criaba. Tenía tres piedraines y dos belgas y una cerda white inmensa, blanca como la nieve, con aquel hocico respingoso y aquellas hermosas babillas, la grupa musculosa, las nalgas redondeadas y neumáticas. La white era de cría, le había dado doce lechones como doce soles. Bajaba a verlos antes de la atardecida a la corripa de Berzos hecha de palloza y xestales de la Arroba, para que aquel frío del arroyo de Canedo no los comiese. Nada tan hermoso el cebarlos a caldada, ponerles semilleras limpias, arroparlos en las frías noches de enero, verlos mamando incansables en hilera, acercarse al calor de aquel lomo recto y ver aquella tajadera sonrosada por donde tanto gorrino había salido, sacarse la polla, rozarla, restregársela hasta ponerla dura como un pedernal, metersela a la white por aquella suavidad inmensa hasta la extenuación. Luego quedarse unos instantes como dormido sobre su cálida blandura, sintiendo el suave sonido del chupeteo de los lechones como un berraco más.

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