HIERBA.
No
puedo describirte la niebla que baja para posarse tan leve, los
primeros claros de azul por donde brilla el sol, y ese sonido que no
acierto a describir.
En
Mayo, a eso de las once de la mañana, la hierba tiene muchas gotas
de rocío. Si la miras de frente cuando el sol la alumbra por detrás,
ves infinitas gotitas brillar en diferentes tonalidades. Algunas
soportan la inclinación de la luz reflejando un diminuto arco iris.
Ahora mismo las veo así, delante de mí. Mi guadaña se abre y se
cierra y va segando suavemente una senda de casi dos metros de ancho,
dejando solo un puño desde la raíz. A mi lado se van depositando
flores y flores, tallos verdes de hojas, infinidad de colores caídos
desordenadamente. Cuando descanso apoyado sobre el talón del mango,
veo el monte lleno de brezo amplio y grande, desgastado sobre el
horizonte con una tonalidad morada. Yo siego y siego absorto,
recogiendo la brisa sobre mi cara, y me siento tranquilo y a gusto,
mientras lejos de mí, observo un azor planeando que busca su caza.
Pienso en la perfección de la vida para que exista la muerte como
una simple alimaña. Yo siego y siego, y sobre mi guadaña se marcan
rastros de clorofila verde. Porque es Mayo, a eso de las once de la
mañana, y no importa qué color tiene la sangre.
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