A CUATRO PATAS.
A
cualquier hora di la vuelta a una coqueta plazoleta llamada la curva
de San Jeremías. Por fin algo que me ataba a la realidad más
precisa. Precisa, no. Era la realidad. San Jeremías era
la plazoleta donde vivía y le di la vuelta lentamente hasta un
portal enladrillado muy estrambótico, decorado con azulejos llenos
de motivos árabes. Quiere esto decir que un poco más de a
cualquier hora ya estaba delante de mi puerta toda pintada de verde
oscuro, casi irreconocible dada la plena penumbra existente -vuelvo
otra vez: penumbra, oscuridad..., no me aclaro- Con mi
cabeza empujé lentamente una de las hojas de la puerta y a través
de la oscuridad (digamos eso) avancé sobre las escaleras, ahora
reptando, hasta otra puerta entreabierta aún desde la mañana.
Avancé por el pasillo hasta mi habitación. Lentamente, no sin
cierta alegría, me dejé caer sobre la cama deshecha, primero con la
barriga hacía abajo, luego con la barriga hacía arriba. Empecé a
sentir fuertes dolores sobre mis rodillas y en las palmas de mis
manos, algo que hasta entonces me había pasado extrañamente
desapercibido. El dolor tiene esas cosas, algunas veces sólo está
dormido, y se despierta.
Disfrutaba
ahora de respirar con mi boca abierta y por mi nariz a la vez, o sólo
por mi boca, o sólo por mi nariz. Disfrutaba ahora con mis ojos
abiertos de aquella densa oscuridad que casi podía apartarse
con las manos. Disfrutaba ahora de aquella libertad plena de sentirme
a salvo. Y reflexioné mientras me fui quedando dormido de que nunca
más, nunca más saldría a caminar a cuatro patas a la
inmensidad del día que tanto me asustaba.
Comentarios