HOJA EN BLANCO.
Piadosamente me
había puesto de pie para suplicar, las manos juntas, los ojos sobre
el vacío. Como si fuera un prócer santificado que creía flotar
sobre el aire repleto de olor a pólvora y a carne pútrida,
creyéndose en un sueño. Decir horror era demasiado poco. De
rodillas sobre el suelo con la cabeza ligeramente ladeada para prever
quién se acercaría por mi espalda. No es descriptible expresar
cuánto son dos minutos en determinados momentos de nuestra
existencia, o cuánto es la eternidad.
Mi cabeza podría
ser separada del resto del cuerpo por degüello. Si fuera así me
quedarían unos instantes para apreciar mis extremidades en una
extraña movilidad de segundos acaso. Podría ser por un tiro en la
nuca. La posibilidad, entonces, de mi cara boca abajo, o de lado,
unos instantes mis ojos apreciando la tierra negra al ras del suelo.
De todo aquello incluido el paisaje desolador, no queda el recuerdo,
quizás una fotografía en blanco y negro, por una afortunada
circunstancia de ese momento entre millones de momentos. Ni siquiera
de un gorrión fugaz que pasó como una exhalación sin un destino
claro delante de mis ojos, en el preciso instante que dejaban de ver.
De aquella primavera
fugaz no hay recuerdos a simple vista.
En el recuento y el
registro de sus bolsillos fue lo usual, casi vacíos: una cartera de
cuero, un reloj de pulsera, un anillo, unas gafas de cristales
redondos, una carta de despedida, todo allí escondido, en sus
bolsillos del pantalón, unas fotografías en el interior de la
cartera, y su identidad. A veces había cierto romanticismo en
aquella operación de registro que se volvía tremendamente horrorosa
e inhumana, guardar sus pertenencias -lo que no tenía valor-, en un
pequeño saco de arpillera, dar su nombre para que fuese añadido,
casi sin saberlo, como flotando a dos metros sobre aquel acto
rutinario, ahora mi nombre al final de la lista de una hoja llena de
nombres, y pasar a una nueva hoja en blanco, por si la historia algún día volviese para apiadarse de mi.
Comentarios