BREA.
Con frecuencia miraba que paciencia
tenían las plantas para crecer tan despacio. Que paciencia tenían
las piedras suaves y ovaladas para quedar así, con esa forma tan
certera entre colores disimulados de pálidos grises y blancos
expectantes.
Mis estados anímicos se evaluaban con
frecuencias, quiero decir a intervalos o ciclos observados.
Todo en el entorno era así, con cierta
dificultad para el raciocinio. Sentado en una silla de mimbre sobre
un balcón que daba a toda una anárquica vegetación en donde
predominaba el verde ballico,
el brezo oscuro, zarzales que lo
envolvían todo, y una grandiosa mimosa de ramajes muy aplastados.
Me olía a brea en aquellos instantes.
Mi orín daba esa disparidad de olores, unas veces a brea
recalentada, otras a un leve rastro de amoniaco, o al dulzor extraño
de la maleza triturada y descompuesta.
Desde las nueve de la mañana estaba en
el balcón lloviese o hiciese frío o cayese un sol abrasador.
Ella llegaba a veces.
Su presencia a través de la vibración
premonitoria de mis espaldas.
Se ponía delante de mi con aquellas
medias hasta la cintura y observaba sus amplias caderas sin nada más
de abrigo de cintura para abajo, su coño aplastado enseñando sus
formas plegadas, amplias y descomunales.
Mi primera pregunta siempre era interrogarle por Mainstone con mi mano temblorosa enfatizando el
nombre. Le dije varias veces varios días varias semanas que avisase
urgentemente a Mainstone. Quería relatarle mis curiosidades dignas
de ser relatadas. Ella odiaba a Mainstone quizás por el trabajo que
le pudiese ocasionar en la visita. Cambiarme la ropa interior,
pasarme una toalla húmeda por mis sobacos, por mi polla, por la raja
del culo y luego por mi pegajosa boca. También le odiaba por el
mísero café con leche al que tenía que invitarle con apenas dos
galletas horriblemente tostadas.
Hacía experimentos mentales para
comentarlos con Mainstone. Eran duros razonamientos aunque simples
por su aburrida sencillez. Mi nexo con la realidad del mundo era la
presencia ante mi del larguirucho Mainstone siempre enjaezado con
traje y pajarita y unos zapatos relucientes. Me agradaba sobremanera
su cara de aguilucho y sus grandes gafas, siempre con aquella sonrisa
sumamente amable.
La dependencia económica del ser
humano en una continua disgregación en corpúsculos indefensos, y a
merced de la caridad de seres sin escrúpulos ni compasión.
Incluidos los representantes de todos los dioses existentes, tan
egoístas y existencialmente impotentes, dados con mucha frecuencia a
la eyaculación precoz, de ahí esa obsesión compulsiva con la
posesión.
Quiero decir en términos generales.
Ella a escala reducida siempre
haciéndose dedos. Mojando el dedo y haciéndose todos los dedos, en todas las posibles posturas de sus dedos.
Me sacó de la Residencia de Ancianos
por mi paga. Se casó conmigo notarialmente. Le dejé todo lo que
tengo y se quedará con mi mediana paga de viudedad.
Sólo le pido que avise a Mainstone, es
mi exigencia suprema no incluida en el contrato.
El Pitch Drop Experiment no ha dejado
de crecer. La caída de la octava gota será el final de mi longevo
experimento. Le dejaré toda la gloria a él. Le transmitiré toda mi
sabiduría observada en en el interior de mi imaginación.
Es una mala pécora, sí. Una simple
limpiadora de hogar de ancianos. Me enroló en su vicio acostumbrado.
Fue primigenio en el año dos mil ocho. Una tarde de junio esplendorosa,
circunvalada por aves en lontananza vistas a través de una ventana
de dos hojas en sus zigzag desordenado.
Aquel día en qué pensaba en el por
qué de la ovalidad de las piedras del mar, la progresión geométrica
de sus movimientos, la erosión paulatina y leve en miles de millones
de segundos hasta ir deshaciéndose en arena diminuta.
Ella con aquel balanceo de la fregona
en movimientos armónicos de onda casi perfectos en el periodo de
avance, el intenso olor a lejía. Hasta llegar hasta mí, abriéndose
el tornapolvos, bajándose las medias ajustadas poniendo ante mi boca
su coño peludo, acudiendo en mi ayuda con su mano para arrimar mi
boca sin piedad hasta lo más profundo de si con mi lengua babosa.
Sí.
En el calor de su viscosidad chupaba mi
boca con fruición su flujo de aromas indescriptibles y variados,
sabores a roble, a pan, a cebolla, a navajitas del mar.
De todo lo del mar,
su baldío trabajo, agitarse.
Todo el mar es transparente, hasta donde la luz lo calma.
De todo lo que la tierra tiene casi
muerto.
Al fin.
Lo rígido no es tal.
Si lo golpeas con insistencia puede llegar a la paz eterna.
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