ENTRE TANTA SOLEDAD.
Cuando todo me empezó a dar vueltas,
faltaban dos minutos para la sexta década de mi vida. Percibí una
intensa sensación de nausea . Y cuando quedaban apenas unos segundos
para la onomástica, me cogí a la manilla de la puerta del baño, y
entre tanta soledad me fui cayendo lentamente de rodillas. Quedando
la mitad de mi sobre una moqueta verde oscura, y la otra mitad de mi
-los pies desnudos-, sobre los azulejos blancos del baño. En ese
estado nauseabundo, mi boca sobre lo mullido, mis pies descalzos
soportando el frío de la piedra. Y así, entre tanta soledad.
La hora por la luz, quizás medio día,
por los ruidos de la calle, quizás
media tarde,
por la algarabía de los niños, quizás
la mitad
de una hora temprana. Y siempre.
No sabría cómo.
Entre tanta soledad.
Entre tanta soledad debía decidir el
rumbo. A un lado la puerta de la cocina, al otro la ventana del
balcón entreabierta por la que se agitaban unos visillos blancos
abatidos por el aire. Entre todo aquello una radiante claridad
azulada casi milagrosa.
Tendido todo a lo largo por el suelo un
hombre es un reptil. Si elevas la cabeza tus ojos sólo ven una
inmensa profundidad.
No hay abismos para el que repta.
Si observas donde el rastro de los
pies hay un mundo de infinitos caminos.
Mi razonamiento fue absoluto, no había
otro razonamiento en ese lugar, donde los pies se arrastran. Al
decidir mi huida escogí el balcón al final de todo, y me dispuse a
proporcionarme impulso con los brazos, de forma que el recorrido –
unos quince metros-, fuese lo menos desagradable posible.
Imposible menos, entre tanta soledad.
Inicie el avance con cierta facilidad.
Luego, sin esperar lo que había imaginado como fácil, todo se hizo
pesado, difícil y angustioso, por ver tanta profundidad delante de
mi.
Me refiero a lo lejano.
-Cuánto tiempo no lo sé.
A veces así: deshecho los segundos
para la contemplación de las cosas.
Contagioso preguntar la hora, y
contestar sin precisar los segundos.
Próximo al balcón mi agitación
aumentó. Mi corazón con un ritmo casi sin tiempo entre los latidos.
Todo por aquel logro sublime de haber
reptado totalmente desamparado, y estar allí, con mi cara metida
como una cuña de madera entre los barrotes forjados del balcón. Con
la boca abierta, casi sin aire, entre tanta soledad.
Ya no quedaba nada para el final.
Quizás, la soledad.
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